domingo, 28 de noviembre de 2010

Ya no respiro tranquilo -Cuento de Federico Agüero-

Muchos no lo van a creer, como nadie habla del tema dicen que lo inventé y a veces han llegado a convencerme, pero en cuanto me siento a comer en un ambiente cerrado y con gente extraña, siento una crispación que me obliga a salir corriendo, entonces recuerdo que fue real y quiero contar lo que sé.
Pasó una noche, hace un par de años. Apenas entré al lugar sentí que mi ropa se gastaba, se ensuciaba, se rasgaba y caída a pedazos, frente a todo el lujo que me rodeaba. Tenía puesta mi mejor remera, esa que siempre meto en el bolso cuando viajo a Capital en la bolsita donde venía de nueva, y ahora me parecía un trapo de piso.
Soy periodista deportivo, humildemente el mejor de mi radio y tal vez  de la provincia, por lo que viajo y sigo a los equipos locales en el campeonato nacional. Los viáticos son muy escasos, apenas alcanzan para una parrillada barata o un comedor de camioneros. Viajamos con pasajes sacados en canje por publicidad a alguna empresa de ómnibus, nunca en avión, ni siquiera cuando se juega en Comodoro o Jujuy. De mi sueldo ni hablar.
Pero cuando toca en Capital, y tengo tiempo, visito a unos tíos medio lejanos que me aprecian mucho y corresponden mi atención invitándome a comer. Al parecer, ese año sus negocios habían sido prósperos porque, si bien íbamos a lugares caros, nunca me habían llevado a un lugar como ese.
Tocar la textura suave de las servilletas, y olerlas ¿Chanel, Kenzo, Calvin Klein? me hizo tentar con la idea de robar una para regalarle a mi vieja, ya que nunca le llevo nada de los lugares donde voy.
En las mesas veía personas que no iba a encontrar comiendo un chori en la puerta de un estadio, ni siquiera en la platea V.I.P. techada. La mayoría vestía como de fiesta y calculé que sólo en los peinados de las mujeres había invertido más dinero que en todos los sueldos de la radio. Parecía un mundo perfecto, sin problemas ni preocupaciones.
Estaba ilusionado mirando la carta, cuyos nombres extraños me prometían una cena exquisita y exótica; de pronto un hecho inimaginable trastocó la velada, arruinando por completo mis ilusiones de una buena comida y sobre todo marcando a fuego mis conceptos sobre apariencia y realidad.
Fijé la mirada en unos comensales con túnica y turbante de colores sentados junto a otros entrajados elegantemente.
Mientras trataba de mantener una conversación animada con mis tíos, cada tanto los miraba e intentaba escuchar; los turcos hablaban en un idioma indescifrable para mí, por momentos parecía inglés y luego venía una sola oración llena de jotas. Estaban animados pero no parecía una reunión familiar, más bien estarían cerrando algún negocio. ¿Serían empresarios deportivos y representantes de fútbol? Uno medio narigón me recordó al turco Abdon, el 4 del Sporting.
Una vez más, fui espectador privilegiado de un evento y al igual que hago en cada partido presté atención a todos los detalles de la jugada para relatarla, esta vez en diferido.
El servicio tardaba en llegar y no había un mozo en todo el salón. Mis tíos no tenían mucho ánimo de quejarse. Pensé que quizás de esa forma funcionan las cosas en estos lugares caros, pero yo tenía tanto hambre que miraba la puerta que daba a la cocina, ansioso como niño que no se duerme esperando los reyes magos.
Hasta que vi salir a un gorila vestido de blanco, empujando un carrito cubierto con un mantel y unas fuentes arriba. Tras él también marcharon tres compañeros cargando en lo alto bandejas plateadas con tapas. Sus tamaños y formas de caminar menguaron mis ganas de llamarlos, pero los seguí mirando mientra se dirigían hacia la mesa de los turcos. “Los atienden primero porque esperan mejor propina de ellos”, pensé.
Antes de confirmar esas sospechas los hombres vestidos de blanco perdieron los modales al tiempo que arrojaron la mesita con mantel a un lado y de las fuentes sacaron pequeñas ametralladoras. Rodearon la mesa y mientras apuntaban y gritaban hacia los sorprendidos turcos, de algún lugar apareció una decena de hombres de negro con chalecos antibalas y máscaras antigas que se sumaron al cerco. Uno de los que usaba turbante quiso pararse para emitir una queja, pero fue aplastado por un scrum de uniformados.
La forma en que actuaron los atacantes, coordinados y veloces, me hizo pensar en un contraataque de la selección de hockey. En cuestión de segundos, con sogas de plástico maniataron a los comensales que seguían sentado, los fijaron a sus sillas y luego los alejaron de los platos. Un par de tipo disfrazados con trajes brillantes de pies a cabeza y vidrio en la cara, desplegaron bolsas de hule y empezaron a meter a los tipos adentro.
Por la puerta de la cocina salieron caminando hombres con aspecto algo más normal, y a los gritos pidieron calma al resto de los comensales. Entre ellos pude distinguir a un comprovinciano, un muchacho que conocí en la liga de fútbol amateur, cuando yo jugaba en el equipo de los periodistas y él en el de los policías, porque claro está, era policía. Ahora estaba distinto, con traje y zapatos de vestir, peinado a raya bien prolija en su pelo negro y lacio, pero no perdía ese “no se qué” de milico que se les impregna en el cuerpo y los hace inconfundible.
¡Sit down please! Me gritó uno cuando quise pararme. Yo quería averiguar que pasaba y para abrirme paso dije ¡Periodista! Fue un grave error. A mi alredor se amontonaron los gorilas y sus amigos para registrarme. Me pedían una identificación, una cámara o un grabador, me tomaron entre varios y sentí que esas bestias me iban a aplastar como a una cucaracha.
Por suerte el alboroto llamó la intención de mi amigo. “Is ok, is good, is good”, dijo él y me arrastró a un constado del salón.
-¿Qué haces acá? Yo quería preguntarle lo mismo, pero como me ganó de mano tuve que resumirle brevemente mis anhelos de comer bien, de ser un sobrino atento y mi trabajo en el periodismo deportivo.
-Si, te escucho, estoy siguiendo la campaña del “Carancho”.
-¿Estas allá? porque hace mucho que no te veo.
-No, ahora más que nada acá y viajo mucho. Pero no sabés los recursos que manejo, puedo escuchar lo que quiera de donde quiera.
A partir de ahí, ahorrándome el trabajo de las preguntas, me contó lo suyo. Estando en la brigada de investigaciones le ofrecieron la posibilidad de rendir unos cursos para ingresar a inteligencia de la policía provincial, recordé que eso alguien me lo había comentado. “Ahí hice buena letra, seguí haciendo cursos y me relacioné con gente del Servicio de Inteligencia, y ahora estoy trabajando para ellos, acá en Capital”. Esa parte no la sabía ¡era un espía! Tuve que hacer un gran esfuerzo para asociar al tipo obsecuente y chupamedia que yo recordaba, con la imagen Jame Bond o la Mata Hari. Quedé impresionado con el cambio que había dado, ahora era alguien importante.
-¿Y todo esto?
-Es espectacular. Vos no sabés las cosas que estamos haciendo. Te acabamos de salvar la vida. Pero no te puedo contar mucho, es un tema secreto. Y redondeó la idea con el gesto propio de quien dice una verdad evidente.
Hubo un momento de silencio, y creo que en el fondo tenía ganas de contarme, cuando los reclamos de un hombre grueso y de piel rosada se lo impidieron. El tipo se había acercado en silencio, y estando cerca de nosotros empezó a gritar en inglés, parecía un chancho rabioso. Tenía eso rasgos que siempre me hicieron dudar de la inteligencia de su portador. Con cada grito notaba que mi protector perdía un poco de jerarquía, así que lentamente decidí apartarme y volver a buscar a mi familia lejana.
Cuando ya había ganado el pasillo entre las mesas, me retuvo el llamado de mi amigo que venía detrás y con una seña me indicaba que lo siguiera.
-Estas mierdas no te pueden ver quieto un minuto.
Salimos del salón y caminamos por unos pasillos hasta llegar a los baños.
-¿Qué hacemos acá?
-Nada, no les des bola. Pareció contrariado, se miró al espejo y arregló su pelo. Quieren que revise para ver si no hay algo escondido, las cámaras de seguridad registraron que uno de los tipos se paró para ir al baño hace un rato.
-¿Querés que te ayude?
-No dejá, que vas a tocar la caca de estos caretas, nos fumemos un puchito.
En ese clima raro que tiene lo nuevo y el reencuentro, mi amigo que ya no era el súper agente de un minuto atrás, empezó a quebrarse y contarme lo que pasaba. “Las agencias de espías de los países tienen muchas relaciones. Son como un club donde todos colaboran en algo, y más ahora con el peligro del terrorismo. Por supuesto los más capanga son los yanquis que tienen muchísima plata y tecnología. Por eso tenés que bancar algunas cosas”. Así empezó y hablamos de muchas cosas que voy a resumir.
Resulta que unos meses atrás lo yanquis se encontraron con una gran dificultad para analizar una serie de informaciones. El tema era que, con un satélite nuevo podían escuchar conversaciones de cualquier lugar del mundo que quisieran.
-¿Y si están dentro de una casa?
-Un láser capta las vibraciones de la onda sonora cuando pasa a través de la pared o un vidrio. Es increíble, ni siquiera tienen que poner un pie en el lugar.
Cuestión que con todo eso habían seguido por un tiempo a unos dirigentes terroristas de medio oriente, que se reunían a charlar cada vez más seguido. Los yanquis grababan la charla, pero no entendían nada. “No te la hacen fácil, hablaban en un sub dialecto del persa”. Pronto encontraron a un traductor de confianza y la cosa se les puso peor, los terroristas hablaban de recetas de cocina, de ingredientes y condimentos. Entonces les dio pánico porque llevaban millones de dólares gastados en esa investigación y el resultado no aparecía. “Para ellos todo es plata. Ya tenían encima a un par de congresistas investigando el tema”. Desesperado uno de los jefes se puso en contacto con los espías del Mossad, para que les dieran una mano. Los del Mossad, que parece que no tienen tantos recursos, pero están en la zona y conocen todo, dieron pistas sobre unos ingenieros químicos que escaparon de Irak, antes de la invasión, y en contacto con los terroristas estaban desarrollando un nuevo tipo de arma. Como la mayoría de los aeropuertos del mundo ya tiene  detectores de bombas y buena seguridad, estaban probando fórmulas químicas que se pueden transportar en el interior del cuerpo humano sin llamar la atención.
-Sí claro, como los que llevan droga en el estómago.
-No, no son mulas, esto es mucho peor. Son fermentos que se alojan en los intestinos ¿Entendés?
-No.
-Los tipos lo tienen en la panza y no pasa nada hasta que lo combinan con ciertas verduras con ciertos condimentos, y a los 10 o 15 minutos, ¡bum!
-¿Explotan?
-¡Se tiran un pedo tóxico y son capaces de matar a las personas de toda esta habitación!
Me quedé paralizado con la noticia y para aportar más datos convincentes me hizo ver que en ese restaurante cenaba mucha gente importante de la política y las finanzas. “Era el golpe perfecto”.
Mi amigo espía quería seguir con su explicación pero sonó un timbre entre su ropa. Atendió y una comunicación corta le cambió el gesto. “Me voy, un tipo con cara de turco está pidiendo berenjenas con yogurt a 6 cuadras de acá” y salió corriendo.
Yo volví al salón y me quedé parado un rato mirando como reacomodaban todo el desorden. Mis parientes no estaban, se habían ido presurosos para resguardar su vida, olvidando a su sobrino hambriento. Algunos mozos verdaderos recogían fuentes y platos de las mesas ya servidas. Pensé en hablar con alguno para que me entregue, aunque más no sea, una pata de pollo, pero el tema de los fermentos y los gases me hizo meditar un poco. Salí de allí a buscar un pancho en algún carrito de la calle, y caminé hasta que encontré uno con mucha circulación de aire y poca aglomeración de gente extraña.
FIN

Federico Agüero es periodista y profesor. Publicó una novela corta: “La Rebelión de los Nombres” (2006).
Forma parte de la Antologia de Narradores Sanjuaninos

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