sábado, 6 de agosto de 2011

TEXTO GNÓSTICO -Cuento de Francisco Eduardo Rodríguez-


Escondido en el mínimo atuendo de “Jesús” , ya crucificado, un soldado romano encontró un extraño texto que guardó para sí; hasta que hombres de nuestra congregación, por milagro enterados del episodio, logran rescatarlo:
“Jesús dijo anoche palabras que a todos confundieron –actitud por otra parte no extraña en él-. A mí no me confundió. Entendí que preveía una acción en su contra y que además sospechaba de mí. Temiendo que su proclamada resignación fuese sólo un gesto destinado a que, confiados en la sencillez de su apresamiento, le facilitáramos la fuga, resolví actuar con celeridad. Salí rápido del lugar donde cenábamos, intensa solemnidad sobrellevaba aquel ágape, sin reparar en las formas. Fui urgente a ver a los sacerdotes, a instarlos a que de inmediato procedieran a detener a Jesús, que, según mi parecer, presentía lo que se tramaba en su contra. Estuvieron de acuerdo y convenimos que ésa misma noche enviarían un destacamento de gente armada al Monte Los Olivos, lugar donde el Maestro, junto a sus discípulos frecuentaba. Yo esperaría allí a los soldados y para evitar confusiones y cuidándome de no evidenciarme como traidor, con un beso en la mejilla debía establecer quién era la víctima, debía señalar inequívocamente a Jesús.
Cuando al anochecer arribé al monte, observé, no sin un dejo de nostalgia, cómo mis ex compañeros dormían profundamente. El sitio estaba singularmente  oscuro. Comprobé que Jesús no estaba entre ellos; inquieto dirigí entonces mis pasos hacia el arroyo Cedrón, cálido y cristalino, a la orilla del cual Jesús suele realizar sus oraciones. Tampoco estaba allí. Con severa preocupación regresé al monte al que llegué junto a la partida que lo hacía en evidente desorden y desorientación. Los discípulos estaban de pie y temblaban. Busqué a Jesús…de pronto vi que por un costado avanzaba una figura familiar, a  la que la oscuridad velaba su precisa identidad; mas lo asombroso fue que, sin que yo pudiera impedirlo, el advenedizo me  aplicó un sonoro beso en la mejilla. De inmediato los milicianos me cayeron encima; enfurecido les grité que me soltaran, que eran engañados. No me escucharon y a los empujones y a los golpes me arrastraron para llevarme ante los sacerdotes. Por lo absurda, ¿no era acaso yo el delator?, mi encarcelación no me preocupaba, si me preocupaba que Jesús con suprema astucia y quizás definitivamente nos había eludido. Me preocupaba también la delación ¿Quién entre los sacerdotes había delatado mi estrategia usándola, como una burla, en mi contra?. El hecho es que me llevaron a la casa de Caifás; el cielo, cubriéndose de nubes, complicaba la llegada de éste amanecer. Allí, entre los Maestros de  la Ley, esperaba el sumo sacerdote. El capitán romano entró para anunciar la presencia del impostor (así llamaban ellos a Jesús). Después de unos minutos y con la rudeza de siempre me hizo pasar. Entré, las manos atadas a la espalda y una mueca irónica en el rostro. Para mi asombro nadie pareció reparar en el equívoco; me ganó, como es de imaginar, una profunda intranquilidad. Apareció de pronto un hombre y señalándome me acusó: “Este hombre ha dicho que puede destruir el templo de Dios y reconstruirlo en tres días”. Se adelantó Caifás, el sumo sacerdote, y muy serio, mirándome como si nunca me hubiera visto, me dijo: “Es verdad lo que dicen de ti, qué contestas?”. Yo, azorado y temeroso, no atiné a responderle. Después me dijo: “Dime ¿Eres el Mesías, eres el Hijo de Dios?”. Fue entonces que pensé “Se burlan de mí, les seguiré el juego”. “Tú los has dicho”, le contesté muy serio. De inmediato, aventando de golpe mi tranquilizadora opinión, el sacerdote se rasgó las vestiduras. Fue en ese momento que intenté gritarles, preguntando qué les pasaba, que me vieran, que yo era Judas, su colaborador, pero la emoción y los golpes y los insultos que me arrojaron me lo impidieron o impidieron que lo que yo decía fuera escuchado. Mientras los soldados me sacaban semidesvanecido hacia el fondo de la casa, escuché que uno de los sacerdotes, burlesco, a la vez que me golpeaba  me decía: “ Si eres Dios adivina quién te pegó”
Salimos a un patio, el peso del sol ya rompía las nubes y comenzaba a echar luz sobre las cosas del mundo. De uno de mis labios manaba abundante sangre. Dos soldados me arrastraron hasta un estanque; uno de ellos, sosteniendo mi cabeza un instante sobre el agua, en ella me la hundió. Brutalmente. Pero lo que importa para mi relato es que en ése finísimo instante previo a precipitarme como piedra sobre el agua, sirvió para comprender lo que ocurría; porque ahí fue que pude ver mi cara en el estanque, mejor dicho no pude ver mi cara, vi otro rostro donde el mío debía ver…vi el rostro de Cristo.    
Ahora entiendo todo. Trataré de explicarlo, yo dejé de creer que Jesús fuese el Hijo de Dios, pero de esa incredulidad saqué, ilícitamente, la conclusión de que debía traicionarlo, y  Él, a su vez, en un solo hecho, con óptima sabiduría y con enorme potencia, me demuestra su Divinidad y me castiga. Él es justo, infinitamente justo. Si yo hubiera sido sólo un descreído, quizás hubiera obrado únicamente un milagro que acabara con mis dudas. Pero como yo, a la falta de fe uní la traición, el milagro, lógicamente debía ser inescindible del castigo”.

Francisco Eduardo Rodríguez estudió filosofía en la Ciudad de  Córdoba, ha incursionado en los géneros del cuento -Breve especialmente- ensayo y dramaturgia. tercera mención en cuento y ensayo con publicación en antología, concurso nacional de cuento y ensayo organizado "Homenaje a H. Quiroga", Ciudad de Rosario, 1997, con publicación en antología de cuento y ensayo. finalista en concurso nacional de cuento breve Radio Cultura Ciudad de Buenos Aires, año 1998, antología. finalista concurso internacional de cuento breve ciudad de Buenos Aires, Radio Cultura, año 2001, antología. 1er accesit Concurso Internacional "Relatos de Zaragoza" ayuntamiento de Zaragoza España, 1999, antología. Primer premio concurso de cuentos breves del "Nuevo Diario" de San Juan, publicación en el periódico. Tercer premio en concurso de cuentos organizado por Universidad Nacional de San Juan 50° aniversario creación de la Universidad, año 2004. Es coautor con Juan Carlos Carta de la obra histórico teatral "la Causa", ganadora teatrina 2002, regional de teatro en ciudad de la Rioja, año 2002, seleccionado por la crítica periodística en muestra nacional, ciudad de Mendoza año 2003, para ser representada en Centro Cultural Rojas Ciudad de Bs. As. 

martes, 26 de julio de 2011

EL ASUNTO -Cuento de Gustavo Moreno-

Hay una mujer en silla de ruedas frente a la gran puerta-ventana de una habitación enorme, alfombrada y vacía. Detrás del vidrio se ve el balcón y, más allá, el Obelisco de Navarro. La tarde gris, y el vidrio ahumado, sumen a la habitación en una semipenumbra.
En la alfombra hay marcas que indican que alguna vez hubo muebles. En una de las paredes, Frida Kahlo es un testigo silencioso. En otra, una foto de la mujer, joven y glamorosa, permanece inclinada y con el vidrio trizado.
La mujer tiene medio rostro paralizado y un brazo recogido, la muñeca articulada y la mano inmóvil contra el pecho. Con la otra mano, el pulso tembloroso, sostiene un whisky. Junto a la silla de ruedas, una botella caída de Valentine’s ha manchado la alfombra; la mancha lleva allí un buen rato. La otra mancha, la que está debajo de la mujer, también.
La mujer cada tanto cabecea. Dormita, cuando escucha que se abre la puerta del departamento. Se sobresalta. Pasos se acercan a la habitación. La mujer bufa, largo y cansado. La puerta a sus espaldas cruje apenas; un hombre de sobretodo, del tamaño de la puerta, se ha parado a un par de pasos de ella.
—Qué querés —la mujer habla a media lengua.
El hombre se mueve en su lugar. Se cruza de brazos.
—Él quiere saber qué pasó —dice.
—¡Hasta cuándo, Dios! —Dice la mujer para sí—. ¿Otra vez con lo mismo?
El hombre recorre la habitación con la mirada y se detiene en el Kahlo.
—Hace mucho que no la veía, pero por lo visto le ha ido bien, ¿eh?
—Porquería.
—Ese cuadro…
—¡Ni en sueños! —interrumpe la mujer, bebe lo que queda en el vaso y lo arroja contra la pared, pero sin fuerza, el vaso queda en la alfombra.
—¿Entonces?
—Decile que es una maldita inmundicia.
—No le puedo decir eso.
—Sí podés.
—No. No puedo.
—Sos la misma clase de basura, así que…
—No me hable así.
—¡Morite! —grita la mujer, y babea—. Y a él decile lo mismo.
El hombre menea la cabeza. Camina hasta pararse frente a la mujer.
—No me mirés, no me mirés —la mujer trata de taparse la cara con su brazo inerte, pero por la torpeza de sus movimientos no lo consigue.
El hombre se inclina y acerca su cara a la de ella.
—Nooo… nooo… —lloriquea la mujer.
El hombre permanece inmóvil. 
—Él esperaba otra cosa.
La mujer se pasa la mano bajo ojos, después por la nariz.
—No me importa —dice entrecortado.
—Debería.
—Por qué, a quién le importa… a quién le importa...
—A él. A él le importa.
—¡Mentira!
—Es la verdad.
—Si fuera la verdad no te hubiera mandado a vos a apretarme.
—Yo no vine a eso  —el hombre se endereza y se a-leja hacia la puerta-ventana. Abre una de las hojas.
—¿No?
—No.
—¿Por qué entrás a mi casa sin golpear, entonces?
—Su casa… hum… Además, si golpeo, no hay quien abra.
La mujer parece evaluar tal afirmación.
—Vos qué sabés si hay o no hay.
El hombre mira sin ver la avenida, la plaza, el tránsito, la punta del Obelisco casi al alcance de la mano.
—Los dos sabemos…
—Andate.
—¿Cómo? —el hombre gira sobre sí.
—Lo que escuchaste.
—Está bien.
—Decile a ése que no quiero saber más de él o de sus secuaces. Y que ese asunto,  es asunto mío.  Que me deje vivir en paz.
—No le va a gustar. Usted le ha agotado la paciencia.
—¡Que se vaya al carajo!
—No hay necesidad de ponerse así.
—Y si me pongo así, ¡qué! ¿Me van a hacer algo, vos, o él? —El hombre rodea la silla de ruedas y se para detrás de la mujer—. ¿Ah? ¿Me van a hacer algo, manada de cobardes…? ¡Contestá!
El hombre camina alrededor de la mujer sin quitarle los ojos de encima y vuelve a pararse detrás de la silla.
—¡Contestá, he dicho! —grita la mujer.
El hombre le coloca las manos con suavidad en los hombros.
—No, no le vamos a hacer nada —dice. Y agrega—: O mejor dicho, le vamos a hacer un favor —y empieza a empujar la silla.




Gustavo Moreno nació en Bs. As. en 1969. Reside en San Juan desde niño. Ha obtenido reconocimiento por sus cuentos "La llamada" y "Pedrito y el crucificao" en los concursos de la Biblioteca Nacional en 2001 y la Fundación Max Aub de España en 2006 respectivamente. Ha formado parte de algunas antologías, ha asistido a numerosos talleres de formación literaria y ha sido becado por la Biblioteca Nacional para cursar el taller de perfeccionamiento dictado por el escritor Pablo Ramos. Ha escrito los libros de cuentos "El libro Mágico", "Historias casi verdaderas", "Infierno Bar y otros cuentos" y "Afuera en la noche y otros cuentos", y la novela "Tiempo para el dolor".















domingo, 3 de julio de 2011

HERMES VITANOVA, ESCRITOR -Cuento de Pablo Bernal-



"aunque en realidad no aparenta ninguna/
edad de hombre y puede ser tan viejo/
como el mundo"
Haroldo Conti


     Toma un sobre que está junto al espejo de la sala, se mira entre los brillos y las sombras, reflejado a través de la penumbra y piensa que, a simple vista, nadie sospecharía que él es tan viejo como el mundo.
     No aparenta más de treinta años. Es apuesto y ágil. Su rostro es juvenil y definido. Lee un nombre en el sobre. “Es para ella -dice en voz muy baja-”. Camina por la sala hasta el pasillo y luego entra en el primer cuarto que da hacia la calle. Deja el sobre en la mesa de luz. Sonríe, piensa en lo difícil que es abandonar los viejos hábitos. Mira a la mujer tendida sobre la cama, piensa que ella también aparenta menos años.
      La mujer no se llama Maya, ni Maia. Se llama Elvira, y duerme sin prevenciones. Parado ahora bajo el marco de la puerta, la observa en silencio por unos instantes. La luna entra por la ventana e imprime en la habitación una suerte de misterio que a él lo reconforta. Sobre la cama, junto a los pies de Elvira, hay una guitarra que él ha dejado allí, a manera de amuleto protector, para que la acompañe a través del sueño. Antes, ha tocado para ella una música griega, hasta que sus párpados han cedido, vencida por los lentos acordes. De pronto, recuerda algo que decía un viejo relojero de Palermo; “a la realidad le gustan las simetrías”, dice susurrando, mientras una sonrisa tenue se le dibuja por unos segundos sobre el lado izquierdo de la cara.
      Esta noche es tranquila pero en noches de tormenta, él teme los rayos de la Ira. Hay un gesto ahora que ha cambiado su semblante, repentinamente, mientras se interna, a oscuras, hasta el final del pasillo, hacia otra habitación donde una luz mortecina escapa por la puerta entreabierta. “¡Despojarme de mis dones! -murmura con fastidio. Respira hondo, exhala.- Creíste que así me castigabas pero el tiro te salió por la culata. No hiciste otra cosa que librarme de mi obligación gratuita. Cada vez que lo pienso siento menos culpa, o lo que sea esta nostalgia que me muerde como un rencor”.
      La casa es grande; bañada por esta luna de cenizas, da el aspecto de una caverna abandonada donde poco podría gestarse ni mucho menos nacer. La medianoche ha quedado atrás y el hombre que, hace unos instantes reclamaba a la divinidad por atributos perdidos, desanda la oscuridad del túnel hasta internarse en la última habitación que remata el pasillo, acaso, siguiendo mecánicamente la luz de un velador que ilumina una vieja Remington y que escapa por la puerta entreabierta.
      Se sienta ante la máquina y escribe algunas líneas. Luego se detiene, con la punta de los dedos se lleva a la boca una cadenita de oro que pende de su cuello. “Llevarme esta cadena a la boca -dice- como si por ello fueran a visitarme las musas”. Así no es -dice- ni tampoco de esta manera, y arranca la página con vehemencia. Balbucea un enunciado casi inaudible sobre lo eterno y el valor de la primera palabra. De repente, en un gesto enajenado se incorpora y camina hasta quedar justo debajo de una antigua lámpara de bronce de seis brazos que cuelga del techo, piensa en Aracne, levanta la cabeza y le vierte una miradita de conmiseración. El velador de la mesa alumbra tenuemente el cuarto que por estas horas cobra un aspecto fantasmal. Regresa al escritorio, se sienta, coloca una hoja nueva y, habla como si conversara de veras con la imagen que le devuelve el vidrio de la ventana: “Lo esencial es la primera palabra, la primera oración, como si no importara nada más. Una suerte de conceptismo donde todo forma parte de una misma idea”.
      Mira un largo rato con la vista perdida en el papel; escribe un par de frases, las observa con minuciosa severidad. Quita otra vez la hoja y la arruga entre las manos. En un automatismo coloca una nueva. “Esta historia viene con las patas para adelante -dice, parado ahora en medio de la habitación-.” Y a continuación como una ráfaga de ametralladora, da una carcajada profunda y hueca. “No, si esto es lo que faltaba -dice entre risas- el dios de la elocuencia y la retórica tiene fobia a la página en blanco. Lo que yo necesito es un trago, para desinhibirme nomás”. Se dirige hacia el bargueño de la sala principal, descorcha un cabernet del ´73 y sirve hasta el borde un copón de catar. Empuja el recipiente hacia los labios pero en el último segundo se  arrepiente y su mano, durante un breve instante, se detiene en el aire, acaso, en el tiempo: “A la salud de Nysa -dice-, y bebe hasta terminar”.
      Se sirve de nuevo y, con la copa en la mano, regresa al escritorio, se sienta una vez más frente a la máquina y escribe con vigor. De repente se detiene, se respalda en la silla  para aumentar la panorámica, observa la frase con atención y, aunque agita en el aire, nervioso, los dedos sobre el teclado, esta vez no arranca la página. En la hoja se lee: Toma un sobre que está junto al espejo de la sala, se mira entre los brillos y las sombras, reflejado a través de la penumbra y piensa que, a simple vista, nadie sospecharía que, él es tan viejo como el mundo.


Pablo Bernal nació en San Juan el 20 de Junio de 1973. Es poeta y cuentista. Ejerció el periodismo cultural -entre 2002 y 2004- desde el Programa “LA POE, Agenda y Revista de Arte, Cultura y Espectáculos, tanto en Radio como a través de una edición digital homónima; en la actualidad publica semanalmente la edición digital de LA POE en formato de blog. Participó como coordinador e integrante en la Antología Poética Nosotros Mismos. Impulsa varios proyectos literarios, de fomento, difusión y creación, entre ellos esta antología, además de ediciones tradicionales en papel y digital.  Entre los cuentos seleccionados presenta “Álbum de Olvidos”,  Premio del Concurso “Encantadores de la Memoria” organizado por la Universidad Nacional de San Juan, con motivo de la celebración de su 30° aniversario. Este, al igual que el resto de los textos de su autoría compilados, pertenecen a un volumen, todavía inédito, de cuentos y micro ficciones, a priori titulado “Los hechos”.


viernes, 17 de junio de 2011

ESPACIOS SECRETOS -Cuento de Fabián Torres-


Ah! Libiamo; amore fra i calici
Piú caldi baci avrà.
G. Verdi - "La Traviata"


            Subió tímidamente al bondi, como decían sus alumnos. Pagó con el billete viejo, gastado y roto que tenía preparado a tal efecto, luego, distraída comenzó a caminar hacia el fondo mientras el ómnibus continuaba llenándose de gente. Inconscientemente deslizó sus dedos por la nuca, buscando su cola de caballo, pero ya no estaba allí, y recordó que se había cortado el pelo.
Era un aliento tibio que se le quedaba adherido en la nuca y le entraba por el cuello almidonado de la blusa, humedeciéndole la espalda. Alrededor de ella se comprimía la gente que llenaba el colectivo, y sin embargo la única proximidad real era ese aliento. Podía percibir su ritmo con más nitidez que el ruido de la calle o que su propia respiración: acompasado, tal vez acelerándose un poco a medida que aumentaba el contacto con su espalda y se hacía más intensa la presión entre sus nalgas. Pero los cambios de intensidad eran casi imperceptibles, dentro de un margen que permitiría pensar en una casualidad, un inevitable acercamiento.
            Había terminado de atravesar la misteriosa región del despertar, esa tierra de nadie que se extiende entre el sueño y la vigilia. Sintió el olor cálido de su cuerpo entre las sábanas y llegaron hasta ella los sonidos de la ciudad que se despertaba también. Supo que estaba despierta sin poder remediarlo. Fue al baño, escuchó la breve explosión de la descarga del inodoro y luego se miró en el espejo. La noche anterior se había descubierto algunas arrugas nuevas. Recitó el haiku que debía enseñar esa tarde a sus alumnos de taller: “Arrugas” –hizo una pausa- “Surcos que en mi cuerpo dejaron las ruedas de la historia a contramarcha”... Como parte de una tradición o un ritual que se ha establecido entre ellos en los últimos meses y que ambos respetan, ella ha vuelto a sostener una breve, reiterativa discusión con el gato del vecino que entra por la ventana de la cocina. Desolladas, abiertas, expuestas sus entrañas, la mayor parte de las masitas agonizan en el plato que fue presa del animal. Luego, había decidido cambiar su aspecto. Llamó por teléfono a su peluquero y concertó la cita.
            No tenía espacio para darse vuelta pero sí para girar la cabeza, y sabía que hacerlo intimidaría al hombre. No lo hizo. Cerró los ojos y se dejó llevar por el compás que les imponía a ambos el monótono balanceo. Perdió la conciencia de todo lo que no fuera su nuca entibiada, su espalda, esa rodilla perseverante que la obligaba a entreabrir sus piernas. Con calma, obedeciendo a ese mismo acuerdo tácito, sintió la mano, pesada y suave a la vez, deslizarse por su cadera hasta el bolsillo lateral de la falda, buscando el fondo de éste para encontrar el de ella, en un gesto que no requería autorización porque presuponía el terreno como propio. Imaginó que era alto porque notó que, para internarse en su bolsillo, había tenido que flexionar las piernas. Además, su mano era enorme. (Habría acariciado la punta de sus dos pechos con una sola de ellas, pensó, digitando la octava perfecta del piano, despertándole los pezones, mientras que con la otra podría incursionarla entera, descifrarla como ella siempre quiso, atravesarla con el contacto eléctrico de sus dedos) Sentía ahora la presión que su propia piel ejercía sobre la blusa de seda, la carne empinada traspasando en un segundo su más íntima formalidad, la espera perpetuada por años, sin motivo.
            Hacía mucho tiempo que no se cortaba el pelo, desde que se recibió como Profesora de Literatura. Entonces tenía el pelo pesado, oscuro, brillante. Llena de polvo de tiza y abatimiento salía de dictar sus clases. A veces, ella salía primero, vacía, sin contornos, y luego, sus mil años que se le metían en el cuerpo al final de la escalera. Se sacudía la blusa con un ademán efímero y se alisaba un poco el cabello con un gesto y un movimiento imperceptible. Entonces tenía veinticinco años, sin embargo, el modo de atarse la cola de caballo, o el flequillo que pretendía ser juvenil, hacía que la llamaran "Señora". Cinco años después el peluquero descubrió su nuca, le despejó la frente y remarcó sus rasgos. "Con unos ojos como los tuyos deberías resaltar siempre esa mirada misteriosa" afirmó, mientras recortaba algunos mechones sueltos.
            Nadie lo notó, pero ella luchaba por no avergonzarse mientras la mano en su bolsillo cobraba ritmo autónomo en un vaivén interminable. En la nuca se le había formado una gota de sudor o de aliento que comenzaba a deslizarse por el cuello. Le costaba mantenerse erguida, pero el tumulto la obligaba. Sólo la estrechez del espacio hacía que pudiera seguir de pie y desentenderse de la languidez de su cuerpo. Habría querido inclinar la cabeza hacia un lado, doblarse en dos para reverenciar esa mano, recogerse sobre sí misma y pasarse la lengua por los labios, respirar libremente y con la boca entreabierta. Estaba inmóvil, ocupada en suavizar la amenaza de sus jadeos, y tan consciente de su cuerpo que la mano de él, su rodilla y su respiración, comenzaban a  ser parte de ella, a modelarla a su antojo. La presión sobre su espalda seguía el movimiento de la mano; suave, persistente, sumiéndola en ese placer rayano en la angustia que permaneció mucho tiempo después de que él se bajó del colectivo.
            Lo hizo demasiado rápido, sin siquiera darle aviso con un gesto cómplice. Descendió rodeado de gente y ella no pudo identificarlo. Ningún hombre se volteó para mirarla, nadie se quedó frente a la puerta observándola desde la vereda. Sólo vio una cabeza que sobresalía entre las demás y quiso creer que era él: moreno, de espaldas anchas, caminaba muy erguido. Pronto dejó de verlo.
            Antes de que tuviera tiempo de pensar en descender, la puerta se cerró herméticamente, aislándola dentro del ómnibus entre decenas de cuerpos que le daban lo mismo, sola en el tumulto e inválida por un repentino temor, a ése y a todos los abandonos que podía prever de ahí en adelante.
            Pronto comenzaron a esfumarse  la tibieza en su cuello y el recuerdo de aquel contacto en su espalda. Y como un reflejo, un homenaje para eternizarlo, introdujo su propia mano en el bolsillo y trató de darle las dimensiones de la otra mano, imaginándola grande y omnipotente, sabia y conocedora de todos los pliegues de su piel. Pero al hacerlo encontró un pequeño papel, un mensaje arrugado y húmedo de sudor. No quiso leerlo de inmediato, pero no lo soltó en el resto del viaje por temor a que desapareciera, e intentó imaginar lo que habría escrito en él.
            Sentía miedo. Tanto de no encontrar nunca más el hombre como de que en el papel hubiera una proposición para volver a encontrarse. Y era ese miedo el que le impedía leerlo mientras pensaba deshacerse de él en el primer basurero que encontrara. Quiso pensar que no era una nota, sino un papel inútil, uno de sus poemas secretos, que ella misma había puesto allí, sin querer, y tuvo que contener el impulso de arrojarlo por la ventana antes de salir de dudas. Pero la venció la curiosidad y al desdoblarlo vio que en él no había más que una fecha, una hora y una dirección, firmadas con un nombre que podía no ser el verdadero: Esteban.
            Todo lo demás estaba en sus manos. El no sabía nada de ella, no podía buscarla ni perseguirla, y probablemente no volverían a cruzarse nunca viajando en el ómnibus, así como no se habían encontrado hasta entonces. Pero eso no podía asegurarlo. Tal vez él viajaba siempre a su lado y ella no había reparado en él; de hecho, no lo había visto, y ella generalmente se abstraía en el colectivo. Tal vez la había estado mirando desde hacía tiempo, todos los días, y conocía el destino y el horario de cada uno de sus viajes.
            Descubrió que la escritura y la sexualidad se ejercen siempre en espacios privados y por ello mismo susceptibles de violación, espacios secretos, espacios donde se corre un riesgo mortal. Ella podía encontrar en ese espacio lo que ignoraba, y sin embargo, esperaba. Esos intentos por provocar el encuentro con lo desconocido pertenecían también a la región misteriosa. Guardaba ahora un secreto y nada le aseguraba que funcionaría. Esa región límbica, sin argumentos, había sido profanada, nada menos que en un colectivo, frente a decenas de personas. Sentía como si hubiesen leído en voz alta sus poemas guardados en el cajón superior de su escritorio.
            Por otro lado, era iluso pensar que él no hubiera visto más que su nuca. Cayó en la cuenta de que pudo haber distinguido claramente su rostro en el reflejo del vidrio, y se arrepintió de no haber intentado, por el desconcierto y la agitación, verlo a él. Tuvo la esperanza de haber disimulado lo que sentía, y de que él no hubiera captado en su rostro estático los ribetes del placer, ciertas muecas mínimas que no pudo evitar.
            La primavera vuelve a los hombres flacos y tornadizos, tienen un fuerte sabor acidulado y su conversación resulta problemática. En el mundo ya no hay hombres que pidan matrimonio con un ramo de flores bajo el alero de la puerta, meditó mientras salía a la calle; y pensó también que, si no iba, vería esfumarse lo que podía ser la oportunidad única de salir de su tan defendida (y ridícula, le pareció ahora) piel intacta. Cárcel intacta, se corrigió.
            Se miró en el espejo y todo le pareció un error. No podía reconocerse en esos brazos, en esas piernas, en ese cutis. Hasta el nombre sintió que le venía prestado. Esa voz estridente con la que masculla también le suena falsa, aunque no puede negar que sale de su garganta. Mira su reflejo en los vidrios de la ventana del aula.
            Sale a la calle, camina. Estos pasos que tiene que forzar para no dar la apariencia de moverse equívocamente, por una línea que debe ser recta y no sinuosa. Camina y los escaparates vuelven a escupirle esa realidad morbosa. Su cuerpo se ha despertado, es funcional, casi perfecto.
Se detiene en una cafetería y pide un café. El mozo no se fija en su mirada lánguida, en sus ojos capaces de intensidad profunda. Mentalmente le pide una mirada, aunque sea una, para reconocerse humana a pesar de su equívoco. Pero esos párpados no suben, esos ojos no la miran. Ella vuelve a desenrollar el papelito y vuelve a leer el nombre "Esteban". Y la hora y el lugar. Quizás decida ir. Cambiar su cárcel por un palacio, o un paisaje. Pide la cuenta, paga y se retira. Descubre que ya es jueves y sus dedos vuelven a temblar...
FIN

Fabián Torres es Licenciado en Letras y pronto Magister en Literatura Inglesa. J. T. P de la Cátedra de Literatura Anglosajona de la Carrera de Profesorado en Literatura. Participación en concursos a nivel regional, nacional e internacional desde 1985. “Espacios Secretos” es el cuento ganador del concurso “Miguel Cabrera” de la ciudad Morón de la Frontera en Sevilla -2001. Ganador del concurso Junín País en 2003. Desde entonces un paréntesis en la producción –por la maestría, se entiende- pero con una novela proyecto que descansa en varios pen drive y algún día llegará al papel. Actualmente coordina el taller de lectura y creación de textos de Adultos Mayores del Nuevo Proyecto de Vida de la Facultad de Filosofía,  Humanidades y Artes.

sábado, 14 de mayo de 2011

NÚMEROS -Cuento de Delia Beatriz González-


Ya sé, ya sé, ya me lo dijiste que se murió y todo eso. Pero lo que yo quiero que me digás es cuándo va a venir, con días decime. Cuántos días faltan para que él vuelva. Y que me digás a dónde se fue, a qué lugar. No me vengás a decir que al cielo, ni con la Nona, porque es mentira. No hay lugar, ni casas, ni sillas, ni ropa, ni pipas, ni mesa donde comer, ni nada en el cielo como para que ellos estén ahí. Uno podría verlos desde acá o desde la escalera o del departamento de la tía que está muy alto y yo me subí a la terraza para ver. Como dos horas estuve mirando y mirando y no había ni una nube, todo clarito estaba pero la Nona no apareció ni él tampoco. Así que son puras mentiras eso que me estás diciendo. Yo me doy cuenta que algo pasa, que se fueron no sé a dónde, pero se rajaron y sin darme un beso o decirme chau nene, portate bien que después nos vemos. Porque siempre volvía el papi, no como ahora. Siempre venía del trabajo, todo cansado, a sentarse en el sillón donde me contaba cosas. Por ejemplo del nene ese que pensaba y soñaba mirando por la ventana y se le aparecía una luna toda redonda y blanca y después empezaban a bajar los enanos como el que pasa vendiendo las achuras para el gato y que a mí me parece un nene pero cuando se da vuelta, no es. Los enanos tienen barba larga y manos grandes. Como mi papá. Así van a ser las mías, así de gigantes y entonces yo lo voy a saludar como los hombres, ¿Cómo le va Señor, qué dice, y la familia? Igualito que él. Y me voy a poner a fumar en su pipa, echando humo por la nariz con ese olor tan rico que sólo mi papá tenía aunque últimamente ya no agarraba la pipa. Será porque la mami jodía y jodía, dejá de fumar che, ya te lo dijo el médico, siempre haciéndote el oídos sordos vos, acordate de la última vez que te dio el ataque. Pero él y yo no le dábamos ni cinco de bolilla. Será por eso que ahora no me quiere decir cuándo viene de nuevo mi papá, para vengarse la muy mala y perra, porque es seguro que de puro celosa ella le dijo andate y no vengás nunca más en la vida y él se enojó y no quiere venir y se va para otro lado, a otra casa, con otra señora y tiene hijos nuevos y yo...
Mi amigo el Juanchi también me dijo que no va a venir porque se murió y lo metieron adentro de un cajón para que se pudra bien podrido. ¿Qué será morirse? Debe ser que uno se va porque está podrido de escuchar todos los días dejá de fumar que te vas a morir. Pero él no puede hacerme eso de podrirse y no volver más sin decirme nada. El Juanchi es seguro que dice eso de puro envidioso que es, como cuando me regalaron la bici y él vino y me dijo te llevo y me subió atrás y se largó como loco por la avenida hasta que nos dimos un golpe que casi nos rompimos todos los huesos y la bici no me sirvió más.

Hace como una semana que se fue y lo anduve buscando para ver si se había escondido como cuando jugábamos, pero no aparece, no. Y eso que revisé todititos los lados, adentro del auto que está lleno de tierra, en el fondo, en la pieza pero cada vez que entro ella está llorando y llorando y me dice andate, no molestés más, andá a jugar con el Juanchi o por ahí. Si ella supiera lo que es el Juanchi. Pero sigo pensando ojalá me dijeran con números cuál va a ser el día en que va a volver. No me importa que sean cien o mil o todos los días que tiene el calendario que me trajo con los dibujos de los enanos y la luna, donde iba señalando, éste es tu cumpleaños, y éste, el de mamá; éste, el mío, y éste, el de tu hermana Miranda. A mí me gustaban los días colorados porque cuando llegaban él no se iba y me llevaba a su cama por más que ella se pusiera dele que dele a protestar. Y el más lindo era el colorado de mi cumpleaños porque ahí sí que jugábamos de punta a punta, de pura verdad y sin que nadie anduviera diciendo a la cama, ya basta. Yo pienso que a lo mejor vuelve el próximo colorado porque no puede ser cierto que se haya ido o eso de que se murió para siempre y se le pudrieron las manos y los ojos y la boca, entonces, ¿cómo va a fumar? Yo lo voy a esperar así de días, con su pipa que se le debe haber quedado olvidada aquí y cuando entre por esa puerta, la que está frente al sillón, yo voy a estar sentado, echando humo por la nariz y le voy a pegar una flor de trompada por irse sin saludarme.

Delia Beatriz (Clarita) González es Profesora de Enseñanza Media y Superior en Letras, Magíster en Letras e Investigadora de la Universidad Nacional de San Juan.
Su tesis de Maestría aborda el tema de "LA CONSTRUCCIÓN DE LO REAL CONTEMPORÁNEO HISPANOAMERICANO EN TEXTOS DE JOSÉ DONOSO", autor chileno.
Ha obtenido los numerosos premios tanto en su producción lírica como narrativa. Es autora de las obras poéticas: Transparencias, Contra todo naufragio o terremoto, Para hechizarte mejor, de la Editorial de la Facultad de Filosofía, Humanidades y Artes, UNSJ, entre otras ediciones.
Es la mamá de Ansilta, Ismael y Santiago.




jueves, 5 de mayo de 2011

CAMBIO DE TÁCTICA -Cuento de Andrés De Cara-


            Durante los primeros días de marzo del año 628 (6 de la Hégira), fuertes temblores sacudieron las montañas Asir, en la región sur-occidental de Arabia. Aunque no hubo víctimas que lamentar, numerosas casas se desmoronaron en el poblado de Arab, hoy conocido como Abha. Los movimientos también se percibieron en Mecca, distante seiscientos kilómetros. Más al norte todavía, en Yathrib, hoy conocida como Medina, tres obreros que construían la mezquita de Quba se hirieron al caer de un andamio.
            Advertido, el profeta Muhammad, hoy conocido como Mahoma, cambió de táctica. Decidió que, en adelante, él haría el viaje a la montaña.



Andrés De Cara es abogado, funcionario judicial y profesor universitario. Ha publicado dos libros referidos a su profesión. En el plano literario, ha escrito una novela y alrededor de treinta cuentos. En 2008 obtuvo el 2º premio en el Certamen de Cuento Ciudad de Mendoza. Siete de sus cuentos han sido publicados en la antología correspondiente a dicho Certamen.

viernes, 22 de abril de 2011

MAMÁ ME AMA -Cuento de Rogelio González-



Se abre la puerta y papá aparece. Estás dormido. El despeja los rulos de tu frente. No despiertas. Te pellizca dulcemente las mejillas. Ahora sientes su perfume y el claro aliento a café y menta. Cuando te besa, ves sus ojos verdes; no celestes, no. De cerquita, claros, porque tienen como una luz adentro. Siempre piensas lo mismo: Farolitos chinos verdes, no celestes, no. Y cuando lo dices, el queda desconcertado; te callas, no cuentas nada. Hoy no vas a la escuela, te susurra. Hace dos grados bajo cero, y tu tos… ya sabés. Antes de la protesta recuerdas a Clara que ya está por llegar. Ah, Clara avisó que no puede venir, por eso te dejé abajo las tostadas y el termo con leche. Mamá duerme, no la molestes… Y desaparece. Clara no viene… Te cae tal cual te cae la reprimenda de la seño cuando te descubre "ido" y amenaza con un cero más la penitencia de mandarte al pasillo en hora de clase, solitario y oscuro.
Solo y en la oscuridad, como estás aquí.
 Prendes el veladorcito y la habitación se sumerge en una penumbra rojiza que apenas alcanza para ver que faltan diez para las siete. De las cortinas corridas destacan las sombras de sus pliegues. De la enorme repisa, bultos que deben ser la pelota de basquet y el globo terráqueo, libros de cuentos, otros juguetes, la punta ensangrentada de la espada de Skéletor. Abajo, el pupitre del escritorio deformado por la mochila que llevas a la escuela, y a un costado, hacia el fondo oscuro, el brillo del roble de la puerta por donde desapareció papá. Que cerró sin ruido para no molestar el sueño de mamá.
Tu pijama y el acolchado de plumas de ganso te mantienen calentito.
Cierras los ojos y comienzas con el Padre Nuestro que estás en los cielos, para que  te proteja y aleje los malos pensamientos, como te está enseñando la Catequista en el Colegio. Además le estás pidiendo que te devuelva el sueño y no se lo lleve hasta que papá regrese. Cuatro veces lo rezas, y nada. El sueño no llega, sigues atento al silencio tras la pared por donde va el pasillo. Además, ya traspasan la ventana los sonidos de la calle. Ahí va un auto, y otro. Ese es el doce con su carga de maestros y estudiantes. El ronroneo del camión de la basura que siempre estaciona en el frente esperando que los obreros recorran toda la cuadra y levanten las bolsas negras llenas, sus carcajadas, malas palabras; esas, las que nunca se deben decir porque se te quema la boca. Y tú queriendo que la ventana sea de acero, doble hoja, o no exista  y sea todo pared, así tus oídos podrían vigilar el pasillo con más esmero, la ausencia de ruidos.
Comienzas a acalorarte. Y eso que la calefacción y el vaporizador están puestos al mínimo. Hay un crujido que viene de adentro. ¿Una puerta que se abre? ¿Un mosaico del parquet? Sí, eso debe ser. Sientes más calor, pero sigues tapado hasta la nariz. Tus ojos se mantienen pegados a la puerta cerrada. Papá escondió la llave hace tiempo porque era peligroso. Hubo un chico, contaba, que quedó encerrado y después, por la propia desesperación más los gritos de los padres del otro lado, cuando estos lograron entrar, ya aquel era tartamudo y las pesadillas horrorosas lo acosaron para siempre.
Se hace más intenso el bullicio en la calle. No puedes dormir, y menos escuchar para el lado del pasillo.
Ruegas que no, pero sin lugar a dudas, el crujido se multiplica ordenadamente y ya son pasos almohadillados que cruzan tras tu puerta, y siguen. Se abre otra puerta, se cierra. Hay crepitar de ducha abierta sobre la loza de la bañera. Te levantas transpirado. Te pica la nariz. Vas hasta la repisa y bajas los juguetes, los llevas a la cama. Vuelves, recoges la mochila, las carpetas sueltas, otros libros, y a la cama. También tomas la maqueta de cartón del castillo de Skéletor sin terminar. Sólo falta que cortes con el Cutter nuevo el techo de una de sus torres, lo pegues, y estará listo. Subes a la cama, te sientas, extiendes el acolchado hacia vos con precaución. Te pica la garganta. Algo comprime tu pecho y no puedes respirar bien; hay amago de tos.
Se apaga el astillar de la ducha. Te rodeas con el globo terráqueo, la pelota, el castillo. Abres la mochila, sacas más libros y carpetas. Con ellos, y lo encontrado suelto en el pupitre, completas una trinchera. Terminas parando a Skéletor con su espada sangrante en el frente. A la caja metálica, donde guardas biromes, lápices de colores, el Cutter, la botellita de plasticola, como no encuentras lugar libre, la escondes bajo la almohada. Rezas. Estás entumecido.
Los pasos almohadillados reaparecen, pasan tras tu puerta en dirección contraria y se pierden. La garganta ya no sólo te pica, es como si se hinchara por dentro. Al fin toses, ronco, como un perro. No puedes evitarlo. Manoteas en la mesa de luz, junto al veladorcito, el Ventide. Te das  dos aspiradas. No sientes alivio alguno; igual lo dejas contigo. Te agitas, y eso que te mantienes quieto. Transpiras de nuevo, pero escarcha; escalofríos atormentadores. Tendrías que haber bajado apenas papá se fue. A esta hora estarías vestido, abrigado, frente a la taza de chocolate con leche y las tostadas. El pecho amplio, respirando tranquilo. Así mamá, si se levantaba temprano se alegraría al verte tan sano. Ella bajaría las escaleras cubierta con su Robe de Chambre que le trajo papá para este invierno. "Exagerado", comentó, "con la calefacción encendida bastaba". Igual la usa; para darle el gusto a papá. Bajaría vestida y con su hermosa cara lavada. Sus ojos celestes, como el agua, limpios, tiernos. El aliento a frutilla que, cuando te acomoda el pelo y te estampa un beso en la mejilla diciéndote "Mamá te ama", sientes el pecho aventado por mariposas. Y luego: "¿Qué haremos hoy?" Tu: "¡Terminemos el castillo!.." Subirías feliz las escaleras, sin cansarte, y desde arriba la verías sentada junto a su café negro y el paquete de cigarrillos sobre la mesa, intocados. Tan hermosa, sonriéndote.
Vuelven los pasos. Suenan distinto. Son tacos, retumban en la madera y avanzan, se acercan. Se detienen tras tu puerta. Silencio, un tiempo que imploras no termine nunca. Te escurres bajo la coraza mullida del acolchado con delicada rapidez para que la muralla no se derrumbe. Te cuesta un mundo respirar; jadeas para no toser; otro paf de Ventide, y nada, como si fuera sólo vapor de agua. Se abre la puerta. Silencio. ¡Ojalá sea Clara! que al fin vino y sin cambiar sus botas italianas -mamá se las regaló- por las zapatillas de trabajo, subió así nomás para ver cómo estabas. Por eso, esperanzado, te asomas a medias por sobre la muralla que tambalea. Te quedas sin aire: La luz del pasillo dibuja el rectángulo de tu puerta abierta. Y en él, una silueta altísima, cuyo contorno se borronea por una túnica traslúcida. Está de pie. Uno de sus brazos extendido llega hasta el marco; en busca de apoyo, parece.
Te zambulles bajo la fortaleza de sábanas y plumas. Por un golpe seco en el piso, sospechas que el guardián invencible, Skéletor, ha caído. Los ruidos en la calle se amplifican, los de tu corazón también.
Cierran la puerta. -¿Aún duerme, mi amado caballero? -Escuchas y estrujas y no sueltas el borde del acolchado. Silencio. Las alas de tu nariz se dilatan en cada esfuerzo para atrapar el aire. Te duele el pecho. Cuánto darías porque aquí, donde estás, fuesen las catacumbas del Castillo de Skéletor. Tu sabrías elegir el pasadizo secreto que te lleve a la salida que da al río por donde huir. -¡Vamos, amado caballero, despierte! ¡Mire el desorden que hay aquí! -El acolchado progresivamente se va alivianando. Transpiran hielo todos tus poros; el aire no pasa.  -Bueno, ya quedó cada cosa en su lugar. Ahora empecemos, otra vez, nuestro juego secreto - Recogen el acolchado desde arriba. A pesar de la resistencia puesta,  tu cara queda al descubierto. Primero te llega el aroma del perfume importado que sabe a mar, a algas marinas secándose al sol, a pescado despanzurrado por gaviotas, a erizos podridos en el roquedal de la playa. Luego ves los ojos, enmarcados por gruesas pestañas larguísimas, celestes. Celeste que según le llega la luz tenue y rojiza del veladorcito se tornasola en violeta, violeta profundo. - Mi bienamado ¿Me entregarás tu tesoro?- No puedes alejar esos ojos y esos labios color mora madura que avanzan sobre tu cara. Ellos hipnotizan; ni un "no" logras balbucear. Hasta la tos, el quejido, se congelan… Ahí decides: Con las fuerzas que te restan, abres la caja de útiles que sigue oculta bajo la almohada, tomas el Cutter nuevo y por debajo de la sábana lo llevas hasta el lugar exacto. Un solo corte es suficiente. El dolor te libera.  Una pegajosa humedad caliente se expande desde tu entrepierna.
Mientras aquella mano de uñas afiladas repta hacia abajo, más allá de tu ombligo, antes de ese grito interminable, para vos, que vas viendo la salida salvadora al río, los ruidos de la calle se vuelven distantes, más distantes, más distantes…
FIN

Rogelio Segundo González nació en 1947. Ha cursado Materias con orientación Literaria en La Facultad de Filosofía Humanidades y Letras. Ha cursado Literatura en La Universidad de Adultos Mayores. Ha participado en Talleres de Literatura dirigidos por los Profesores Magister Clarita González y Ricardo Trombino. Tiene publicada una novela "Calixta y los otros". He sido premiado en algunos concursos de cuentos provinciales y nacionales. Seleccionado en Chile por Microrelato "Enero del 76" con el que TV Nacional de Chile realizó, en el marco  de un concurso Internacional "Chile con mis ojos", un Video emitido posteriormente en el mismo canal.

miércoles, 30 de marzo de 2011

FIN DE SEMANA -Cuento de Leonardo García Pareja-

El viento zonda era gris y callado. Las sombras se movían largas y oscuras, anunciando una muerte líquida y pegajosa. Sin embargo nos reíamos, era sencillo hacerlo. Cualquier cosa, una rama torcida con una forma obscena o un recuerdo vago alcanzaban para detonar nuestras más estertóreas carcajadas como estampidas de soles que retumbaban entre las montañas.
El jeep saltaba entre las piedras dejando una nube de arcilla y humo junto con un rugido tartamudo que envolvía los algarrobos y las jarillas.
Quizá nos reíamos porque en el fondo sabíamos que la muerte andaba cerca y necesitábamos darnos coraje, mentirnos, empujarnos mutuamente hacia ella.
Las armas estaban cargadas y los cuchillos brillaban con ese brillo frío y tenso del acero y de los ojos de los cazadores. Pero nosotros no éramos cazadores, apenas si éramos tres empleados de oficina que un fin de semana habíamos cambiado las computadoras y los formularios por unos rifles largos y fríos creyendo que, en ese mágico trueque podríamos encontrar la felicidad o al menos una aventura que se pareciera un poco a ella.
Había algo de monstruoso en nuestras risas, lo sabíamos, lo sentíamos; algo que ninguno podría admitir ni definir con palabras, pero que estaba en algún lugar entre la travesura y la aberración.
Nos detuvimos en donde la huella tomaba forma de víbora y se agazapaba bordeando dos soberbios cactus.
Encendimos el fuego y en ese mismo instante pensé por primera vez en regresar, en abandonar la absurda expedición. Es posible que Julio y José pensaran lo mismo pero ninguno se atrevió a proponerlo. Parecía que ya nada podría detener lo que habíamos comenzado, como si desde ese instante ya no fuera posible el retorno.
La noche se instaló sobre nosotros perforada por un enjambre de estrellas. Sentí miedo. Sí, lo admito, y deseé más de una vez la compañía de las gruesas paredes de mi dormitorio.
De todos modos encendimos las linternas y nos internamos caminando en un valle arrancándole crujidos nuevos a los retamos. Julio iba adelante abriendo camino, haciéndonos creer que sabía lo que hacía y hasta que disfrutaba pero José fue el primero en verla señalándola en silencio.
Sorprendida y asustada una liebre nos miraba desde el borde de una aguada.
Julio la encandiló con su potente faro y el animal se quedó tieso, como esperando la muerte que tenía forma de bala. Disparé una sola vez y me asombré de mi puntería.
No sé dónde dio el disparo pero la liebre se retorcía de dolor y desesperación. Creo que nuestra euforia duró sólo un par de segundos: no sabíamos qué hacer con aquello que nunca terminaba de morir.
Nos acercamos y, efectivamente, la pobre liebre se revolcaba con la boca abierta dejando un hilo de sangre que dibujaba su agonía en la tierra. Una enorme náusea se apoderó de mi estómago y subió hasta mi cuello. Nunca había deseado tanto estar lejos de allí, sin dudas hubiera preferido estar asfixiándome en la oficina junto a esa “IBM” que odiaba.
Julio pareció escuchar mis pensamientos y cerrando los ojos gatilló apuntándole de cerca a la cabeza del animal que después de dar un último par de patadas secas en el aire por fin se quedó inmóvil.
Pensamos que sería buena idea limpiarla, quitarle el cuero y las vísceras para comerla. Teníamos que tragarnos aquello para calmar nuestras conciencias. “Cazar para alimentarse” dije “los animales lo hacen, es natural” repetíamos intentando convencernos mutuamente de que no estábamos haciendo nada malo. Si nos la comíamos, quizá dejaríamos de sentirnos cazadores despiadados para convertirnos en un eslabón más del maravilloso ciclo de la naturaleza.
Julio colgó la liebre de una rama atando firmemente sus patas traseras y con su navaja la abrió en dos de un solo tajo. Fue entonces cuando sucedió: Unas pequeñas crías por nacer se escurrieron cayendo como corazones tibios envueltos de pelusa gris y sangre.
Julio, con su estúpida boca abierta, no pudo evitar que su navaja también cayera incrustándose en el suelo mientras unas arcadas más que amargas se apoderaban de José y de mí.
El camino de regreso fue largo y silencioso.
Ninguno se atrevió a comentar aquella masacre de la aguada que quedó como un vergonzoso secreto y que nos preocuparíamos por olvidar en la quietud de la oficina. Creo que algo de mí murió esa noche en el valle. La navaja de Julio debe permanecer aún clavada allí en la tierra.

Leonardo García Pareja

Premios

Mención de Honor Concurso Literario "Celebración - cien años de la creación  del cine" otorgado por el Departamento de Lengua y Literatura Castellana de la  U.N.S.J. 1996.
Primer Premio Concurso  "Isabel Samaja de Basañez"  Asociación  Amigos Casa Natal de Sarmiento- 1998.
Primer Premio Concurso Asociación de Jub. y Pensionados de la U.N.S.J.- 1999.
Primer Premio Concurso  "San Juan por sus letras" Dirección de Cultura de San  Juan- 2001
Primer Premio Concurso Literario " Encantadores de la memoria" Depto. de Lengua y Literatura Castellana de la Facultad de Filosofía Humanidades y Artes  de la U.N.S.J.- 2003.
Primer Premio Federal 2004  Concurso organizado por el Consejo Federal de  Inversiones  C.F.I.
Mención Especial Certamen Literario Internacional Hispanoamericano - Club de  Leones de Buenos Aires - 2007 

Publicaciones

Libro de cuentos "La ira de los oficios" Editorial Papiro S.R.L.- San Juan- 1999. Participante en la "Antología de Narradores y Poetas- San Juan". Editorial Desde 
la Gente- 2001.
Libro de cuentos "El amor en esas formas tempranas" Ediciones El Níspero. San Juan. – 2005.
Libro de cuentos "Concurso premio federal 2004". Consejo Federal de Inversiones. Bs. As. – 2006

Forma parte de la Antología de Narradores Sanjuaninos

domingo, 16 de enero de 2011

QUITAPENAS -Cuento de Nahuel Aciar-

“…es nicho que traga y que se lleva
amores empujados al olvido..."                                                                
Quitapenas, canción de Daniel Giovenco

     Acomodó la última carta en la caja de zapatos. Envoltorios de Bon o Bon, mitades de entradas de cine, todos los recuerdos estaban ahí.
   Escuchó la puerta abrirse.
— ¿Estás?—preguntó su madre.
—Sí—contestó fastidiado.
     Se quedó mirando la caja mientras escuchaba ruido de cajones que se abrían y cerraban, ollas, puertas.
Sus manos le temblaban. Observó que su remera tenía manchas de sangre. Se la sacó, la hizo un bollo y la tiró debajo de la cama. Se puso desodorante y se refregó la cara con las manos.
—Hace tiempo que no viene María—dijo su madre desde la cocina.
—Y no va a venir más.
— ¿Por qué?
—Porque no.
— ¿Se pelearon otra vez?
— ¡Porque no!

—Me voy a lo de Gladys—A los segundos se escuchó el portazo.

Estaba con la vista perdida, pensando.

—El canal—dijo como si fuera una revelación.

     Buscó la plata que le habían adelantado de la quincena. Mirá que no me gusta hacer esto, le había dicho su patrón, no corrás la bola, te adelanto porque sos laburador y el único que no me chorea, los otros pajeros se creen que no me doy cuenta. Gracias, gracias, dijo, sí, sí, es que quiero hacerle un regalo a la bruja.
Fue hasta la cocina. Vio el plato de comida en la mesa tapado con otro plato de vidrio transpirado encima.
—La vieja…—murmuró sonriendo.
    Agarró un tenedor y sin sentarse comió un poco de guiso. Después, buscó un papel para escribir:
                                                        “Comprate un bestido lindo vieja
                                                                               besos
                                                                                  Yo”
     Envolvió los billetes con el papel escrito, les puso un elastiquín, y los dejó sobre la mesa.
Fue hasta el fondo de la casa a buscar la bicicleta. Apretó con el pulgar las cubiertas para ver si estaban infladas. Ató la caja de zapatos al asiento de atrás. Salió hasta la vereda.
A la salida del barrio un grupo de niños inflaban y desinflaban una bolsa de Nylon con la boca.
—Una monedita para la birra, Tincho…—dijo uno de ellos.
—Hoy no—contestó mientras los pasaba.
     Llegó hasta el canal. Ahí ya no había faroles que alumbraran el camino. Dejó de pedalear: esperó  que sus ojos se acostumbraran a la luz de la luna. Siguió.

     Sos cualquiera, recordó que le dijo a María con el cuchillo aún entre las manos, con este gil, no podés. No hacía falta esto, gritaba ella mirando al otro en posición fetal retorciéndose de dolor. En el barrio estas cosas se arreglan así, además él lo sacó, aseveró señalando el cuchillo. Pero no así, no así, repetía ella. Mejor él antes que vos, y fue lo último que le dijo. Los recuerdos eran como chispazos en la oscuridad.

     Orilló el cauce hasta que los ruidos de la ciudad fueron menguando. El crujir de las ruedas en la calle empedrada, y el sonido creciente del agua, era lo único que se escuchaba.
     Desató el nudo y fue, con la caja entre las manos, hasta la orilla. La luna se rompía en pedazos en el reflejo del agua. Miró hacia el cielo y sollozó una palabra.

     Después, el estallido del cuerpo contra el agua, unas gotas cayendo en la tierra. Y el rugido del canal como el único testigo de la noche.
 FIN

Nahuel Eduardo Aciar
Nació el 25 de setiembre de 1985. Escritor. Músico. Cantautor.
Forma parte de la Antología de Narradores Sanjuaninos.