viernes, 17 de junio de 2011

ESPACIOS SECRETOS -Cuento de Fabián Torres-


Ah! Libiamo; amore fra i calici
Piú caldi baci avrà.
G. Verdi - "La Traviata"


            Subió tímidamente al bondi, como decían sus alumnos. Pagó con el billete viejo, gastado y roto que tenía preparado a tal efecto, luego, distraída comenzó a caminar hacia el fondo mientras el ómnibus continuaba llenándose de gente. Inconscientemente deslizó sus dedos por la nuca, buscando su cola de caballo, pero ya no estaba allí, y recordó que se había cortado el pelo.
Era un aliento tibio que se le quedaba adherido en la nuca y le entraba por el cuello almidonado de la blusa, humedeciéndole la espalda. Alrededor de ella se comprimía la gente que llenaba el colectivo, y sin embargo la única proximidad real era ese aliento. Podía percibir su ritmo con más nitidez que el ruido de la calle o que su propia respiración: acompasado, tal vez acelerándose un poco a medida que aumentaba el contacto con su espalda y se hacía más intensa la presión entre sus nalgas. Pero los cambios de intensidad eran casi imperceptibles, dentro de un margen que permitiría pensar en una casualidad, un inevitable acercamiento.
            Había terminado de atravesar la misteriosa región del despertar, esa tierra de nadie que se extiende entre el sueño y la vigilia. Sintió el olor cálido de su cuerpo entre las sábanas y llegaron hasta ella los sonidos de la ciudad que se despertaba también. Supo que estaba despierta sin poder remediarlo. Fue al baño, escuchó la breve explosión de la descarga del inodoro y luego se miró en el espejo. La noche anterior se había descubierto algunas arrugas nuevas. Recitó el haiku que debía enseñar esa tarde a sus alumnos de taller: “Arrugas” –hizo una pausa- “Surcos que en mi cuerpo dejaron las ruedas de la historia a contramarcha”... Como parte de una tradición o un ritual que se ha establecido entre ellos en los últimos meses y que ambos respetan, ella ha vuelto a sostener una breve, reiterativa discusión con el gato del vecino que entra por la ventana de la cocina. Desolladas, abiertas, expuestas sus entrañas, la mayor parte de las masitas agonizan en el plato que fue presa del animal. Luego, había decidido cambiar su aspecto. Llamó por teléfono a su peluquero y concertó la cita.
            No tenía espacio para darse vuelta pero sí para girar la cabeza, y sabía que hacerlo intimidaría al hombre. No lo hizo. Cerró los ojos y se dejó llevar por el compás que les imponía a ambos el monótono balanceo. Perdió la conciencia de todo lo que no fuera su nuca entibiada, su espalda, esa rodilla perseverante que la obligaba a entreabrir sus piernas. Con calma, obedeciendo a ese mismo acuerdo tácito, sintió la mano, pesada y suave a la vez, deslizarse por su cadera hasta el bolsillo lateral de la falda, buscando el fondo de éste para encontrar el de ella, en un gesto que no requería autorización porque presuponía el terreno como propio. Imaginó que era alto porque notó que, para internarse en su bolsillo, había tenido que flexionar las piernas. Además, su mano era enorme. (Habría acariciado la punta de sus dos pechos con una sola de ellas, pensó, digitando la octava perfecta del piano, despertándole los pezones, mientras que con la otra podría incursionarla entera, descifrarla como ella siempre quiso, atravesarla con el contacto eléctrico de sus dedos) Sentía ahora la presión que su propia piel ejercía sobre la blusa de seda, la carne empinada traspasando en un segundo su más íntima formalidad, la espera perpetuada por años, sin motivo.
            Hacía mucho tiempo que no se cortaba el pelo, desde que se recibió como Profesora de Literatura. Entonces tenía el pelo pesado, oscuro, brillante. Llena de polvo de tiza y abatimiento salía de dictar sus clases. A veces, ella salía primero, vacía, sin contornos, y luego, sus mil años que se le metían en el cuerpo al final de la escalera. Se sacudía la blusa con un ademán efímero y se alisaba un poco el cabello con un gesto y un movimiento imperceptible. Entonces tenía veinticinco años, sin embargo, el modo de atarse la cola de caballo, o el flequillo que pretendía ser juvenil, hacía que la llamaran "Señora". Cinco años después el peluquero descubrió su nuca, le despejó la frente y remarcó sus rasgos. "Con unos ojos como los tuyos deberías resaltar siempre esa mirada misteriosa" afirmó, mientras recortaba algunos mechones sueltos.
            Nadie lo notó, pero ella luchaba por no avergonzarse mientras la mano en su bolsillo cobraba ritmo autónomo en un vaivén interminable. En la nuca se le había formado una gota de sudor o de aliento que comenzaba a deslizarse por el cuello. Le costaba mantenerse erguida, pero el tumulto la obligaba. Sólo la estrechez del espacio hacía que pudiera seguir de pie y desentenderse de la languidez de su cuerpo. Habría querido inclinar la cabeza hacia un lado, doblarse en dos para reverenciar esa mano, recogerse sobre sí misma y pasarse la lengua por los labios, respirar libremente y con la boca entreabierta. Estaba inmóvil, ocupada en suavizar la amenaza de sus jadeos, y tan consciente de su cuerpo que la mano de él, su rodilla y su respiración, comenzaban a  ser parte de ella, a modelarla a su antojo. La presión sobre su espalda seguía el movimiento de la mano; suave, persistente, sumiéndola en ese placer rayano en la angustia que permaneció mucho tiempo después de que él se bajó del colectivo.
            Lo hizo demasiado rápido, sin siquiera darle aviso con un gesto cómplice. Descendió rodeado de gente y ella no pudo identificarlo. Ningún hombre se volteó para mirarla, nadie se quedó frente a la puerta observándola desde la vereda. Sólo vio una cabeza que sobresalía entre las demás y quiso creer que era él: moreno, de espaldas anchas, caminaba muy erguido. Pronto dejó de verlo.
            Antes de que tuviera tiempo de pensar en descender, la puerta se cerró herméticamente, aislándola dentro del ómnibus entre decenas de cuerpos que le daban lo mismo, sola en el tumulto e inválida por un repentino temor, a ése y a todos los abandonos que podía prever de ahí en adelante.
            Pronto comenzaron a esfumarse  la tibieza en su cuello y el recuerdo de aquel contacto en su espalda. Y como un reflejo, un homenaje para eternizarlo, introdujo su propia mano en el bolsillo y trató de darle las dimensiones de la otra mano, imaginándola grande y omnipotente, sabia y conocedora de todos los pliegues de su piel. Pero al hacerlo encontró un pequeño papel, un mensaje arrugado y húmedo de sudor. No quiso leerlo de inmediato, pero no lo soltó en el resto del viaje por temor a que desapareciera, e intentó imaginar lo que habría escrito en él.
            Sentía miedo. Tanto de no encontrar nunca más el hombre como de que en el papel hubiera una proposición para volver a encontrarse. Y era ese miedo el que le impedía leerlo mientras pensaba deshacerse de él en el primer basurero que encontrara. Quiso pensar que no era una nota, sino un papel inútil, uno de sus poemas secretos, que ella misma había puesto allí, sin querer, y tuvo que contener el impulso de arrojarlo por la ventana antes de salir de dudas. Pero la venció la curiosidad y al desdoblarlo vio que en él no había más que una fecha, una hora y una dirección, firmadas con un nombre que podía no ser el verdadero: Esteban.
            Todo lo demás estaba en sus manos. El no sabía nada de ella, no podía buscarla ni perseguirla, y probablemente no volverían a cruzarse nunca viajando en el ómnibus, así como no se habían encontrado hasta entonces. Pero eso no podía asegurarlo. Tal vez él viajaba siempre a su lado y ella no había reparado en él; de hecho, no lo había visto, y ella generalmente se abstraía en el colectivo. Tal vez la había estado mirando desde hacía tiempo, todos los días, y conocía el destino y el horario de cada uno de sus viajes.
            Descubrió que la escritura y la sexualidad se ejercen siempre en espacios privados y por ello mismo susceptibles de violación, espacios secretos, espacios donde se corre un riesgo mortal. Ella podía encontrar en ese espacio lo que ignoraba, y sin embargo, esperaba. Esos intentos por provocar el encuentro con lo desconocido pertenecían también a la región misteriosa. Guardaba ahora un secreto y nada le aseguraba que funcionaría. Esa región límbica, sin argumentos, había sido profanada, nada menos que en un colectivo, frente a decenas de personas. Sentía como si hubiesen leído en voz alta sus poemas guardados en el cajón superior de su escritorio.
            Por otro lado, era iluso pensar que él no hubiera visto más que su nuca. Cayó en la cuenta de que pudo haber distinguido claramente su rostro en el reflejo del vidrio, y se arrepintió de no haber intentado, por el desconcierto y la agitación, verlo a él. Tuvo la esperanza de haber disimulado lo que sentía, y de que él no hubiera captado en su rostro estático los ribetes del placer, ciertas muecas mínimas que no pudo evitar.
            La primavera vuelve a los hombres flacos y tornadizos, tienen un fuerte sabor acidulado y su conversación resulta problemática. En el mundo ya no hay hombres que pidan matrimonio con un ramo de flores bajo el alero de la puerta, meditó mientras salía a la calle; y pensó también que, si no iba, vería esfumarse lo que podía ser la oportunidad única de salir de su tan defendida (y ridícula, le pareció ahora) piel intacta. Cárcel intacta, se corrigió.
            Se miró en el espejo y todo le pareció un error. No podía reconocerse en esos brazos, en esas piernas, en ese cutis. Hasta el nombre sintió que le venía prestado. Esa voz estridente con la que masculla también le suena falsa, aunque no puede negar que sale de su garganta. Mira su reflejo en los vidrios de la ventana del aula.
            Sale a la calle, camina. Estos pasos que tiene que forzar para no dar la apariencia de moverse equívocamente, por una línea que debe ser recta y no sinuosa. Camina y los escaparates vuelven a escupirle esa realidad morbosa. Su cuerpo se ha despertado, es funcional, casi perfecto.
Se detiene en una cafetería y pide un café. El mozo no se fija en su mirada lánguida, en sus ojos capaces de intensidad profunda. Mentalmente le pide una mirada, aunque sea una, para reconocerse humana a pesar de su equívoco. Pero esos párpados no suben, esos ojos no la miran. Ella vuelve a desenrollar el papelito y vuelve a leer el nombre "Esteban". Y la hora y el lugar. Quizás decida ir. Cambiar su cárcel por un palacio, o un paisaje. Pide la cuenta, paga y se retira. Descubre que ya es jueves y sus dedos vuelven a temblar...
FIN

Fabián Torres es Licenciado en Letras y pronto Magister en Literatura Inglesa. J. T. P de la Cátedra de Literatura Anglosajona de la Carrera de Profesorado en Literatura. Participación en concursos a nivel regional, nacional e internacional desde 1985. “Espacios Secretos” es el cuento ganador del concurso “Miguel Cabrera” de la ciudad Morón de la Frontera en Sevilla -2001. Ganador del concurso Junín País en 2003. Desde entonces un paréntesis en la producción –por la maestría, se entiende- pero con una novela proyecto que descansa en varios pen drive y algún día llegará al papel. Actualmente coordina el taller de lectura y creación de textos de Adultos Mayores del Nuevo Proyecto de Vida de la Facultad de Filosofía,  Humanidades y Artes.