viernes, 22 de abril de 2011

MAMÁ ME AMA -Cuento de Rogelio González-



Se abre la puerta y papá aparece. Estás dormido. El despeja los rulos de tu frente. No despiertas. Te pellizca dulcemente las mejillas. Ahora sientes su perfume y el claro aliento a café y menta. Cuando te besa, ves sus ojos verdes; no celestes, no. De cerquita, claros, porque tienen como una luz adentro. Siempre piensas lo mismo: Farolitos chinos verdes, no celestes, no. Y cuando lo dices, el queda desconcertado; te callas, no cuentas nada. Hoy no vas a la escuela, te susurra. Hace dos grados bajo cero, y tu tos… ya sabés. Antes de la protesta recuerdas a Clara que ya está por llegar. Ah, Clara avisó que no puede venir, por eso te dejé abajo las tostadas y el termo con leche. Mamá duerme, no la molestes… Y desaparece. Clara no viene… Te cae tal cual te cae la reprimenda de la seño cuando te descubre "ido" y amenaza con un cero más la penitencia de mandarte al pasillo en hora de clase, solitario y oscuro.
Solo y en la oscuridad, como estás aquí.
 Prendes el veladorcito y la habitación se sumerge en una penumbra rojiza que apenas alcanza para ver que faltan diez para las siete. De las cortinas corridas destacan las sombras de sus pliegues. De la enorme repisa, bultos que deben ser la pelota de basquet y el globo terráqueo, libros de cuentos, otros juguetes, la punta ensangrentada de la espada de Skéletor. Abajo, el pupitre del escritorio deformado por la mochila que llevas a la escuela, y a un costado, hacia el fondo oscuro, el brillo del roble de la puerta por donde desapareció papá. Que cerró sin ruido para no molestar el sueño de mamá.
Tu pijama y el acolchado de plumas de ganso te mantienen calentito.
Cierras los ojos y comienzas con el Padre Nuestro que estás en los cielos, para que  te proteja y aleje los malos pensamientos, como te está enseñando la Catequista en el Colegio. Además le estás pidiendo que te devuelva el sueño y no se lo lleve hasta que papá regrese. Cuatro veces lo rezas, y nada. El sueño no llega, sigues atento al silencio tras la pared por donde va el pasillo. Además, ya traspasan la ventana los sonidos de la calle. Ahí va un auto, y otro. Ese es el doce con su carga de maestros y estudiantes. El ronroneo del camión de la basura que siempre estaciona en el frente esperando que los obreros recorran toda la cuadra y levanten las bolsas negras llenas, sus carcajadas, malas palabras; esas, las que nunca se deben decir porque se te quema la boca. Y tú queriendo que la ventana sea de acero, doble hoja, o no exista  y sea todo pared, así tus oídos podrían vigilar el pasillo con más esmero, la ausencia de ruidos.
Comienzas a acalorarte. Y eso que la calefacción y el vaporizador están puestos al mínimo. Hay un crujido que viene de adentro. ¿Una puerta que se abre? ¿Un mosaico del parquet? Sí, eso debe ser. Sientes más calor, pero sigues tapado hasta la nariz. Tus ojos se mantienen pegados a la puerta cerrada. Papá escondió la llave hace tiempo porque era peligroso. Hubo un chico, contaba, que quedó encerrado y después, por la propia desesperación más los gritos de los padres del otro lado, cuando estos lograron entrar, ya aquel era tartamudo y las pesadillas horrorosas lo acosaron para siempre.
Se hace más intenso el bullicio en la calle. No puedes dormir, y menos escuchar para el lado del pasillo.
Ruegas que no, pero sin lugar a dudas, el crujido se multiplica ordenadamente y ya son pasos almohadillados que cruzan tras tu puerta, y siguen. Se abre otra puerta, se cierra. Hay crepitar de ducha abierta sobre la loza de la bañera. Te levantas transpirado. Te pica la nariz. Vas hasta la repisa y bajas los juguetes, los llevas a la cama. Vuelves, recoges la mochila, las carpetas sueltas, otros libros, y a la cama. También tomas la maqueta de cartón del castillo de Skéletor sin terminar. Sólo falta que cortes con el Cutter nuevo el techo de una de sus torres, lo pegues, y estará listo. Subes a la cama, te sientas, extiendes el acolchado hacia vos con precaución. Te pica la garganta. Algo comprime tu pecho y no puedes respirar bien; hay amago de tos.
Se apaga el astillar de la ducha. Te rodeas con el globo terráqueo, la pelota, el castillo. Abres la mochila, sacas más libros y carpetas. Con ellos, y lo encontrado suelto en el pupitre, completas una trinchera. Terminas parando a Skéletor con su espada sangrante en el frente. A la caja metálica, donde guardas biromes, lápices de colores, el Cutter, la botellita de plasticola, como no encuentras lugar libre, la escondes bajo la almohada. Rezas. Estás entumecido.
Los pasos almohadillados reaparecen, pasan tras tu puerta en dirección contraria y se pierden. La garganta ya no sólo te pica, es como si se hinchara por dentro. Al fin toses, ronco, como un perro. No puedes evitarlo. Manoteas en la mesa de luz, junto al veladorcito, el Ventide. Te das  dos aspiradas. No sientes alivio alguno; igual lo dejas contigo. Te agitas, y eso que te mantienes quieto. Transpiras de nuevo, pero escarcha; escalofríos atormentadores. Tendrías que haber bajado apenas papá se fue. A esta hora estarías vestido, abrigado, frente a la taza de chocolate con leche y las tostadas. El pecho amplio, respirando tranquilo. Así mamá, si se levantaba temprano se alegraría al verte tan sano. Ella bajaría las escaleras cubierta con su Robe de Chambre que le trajo papá para este invierno. "Exagerado", comentó, "con la calefacción encendida bastaba". Igual la usa; para darle el gusto a papá. Bajaría vestida y con su hermosa cara lavada. Sus ojos celestes, como el agua, limpios, tiernos. El aliento a frutilla que, cuando te acomoda el pelo y te estampa un beso en la mejilla diciéndote "Mamá te ama", sientes el pecho aventado por mariposas. Y luego: "¿Qué haremos hoy?" Tu: "¡Terminemos el castillo!.." Subirías feliz las escaleras, sin cansarte, y desde arriba la verías sentada junto a su café negro y el paquete de cigarrillos sobre la mesa, intocados. Tan hermosa, sonriéndote.
Vuelven los pasos. Suenan distinto. Son tacos, retumban en la madera y avanzan, se acercan. Se detienen tras tu puerta. Silencio, un tiempo que imploras no termine nunca. Te escurres bajo la coraza mullida del acolchado con delicada rapidez para que la muralla no se derrumbe. Te cuesta un mundo respirar; jadeas para no toser; otro paf de Ventide, y nada, como si fuera sólo vapor de agua. Se abre la puerta. Silencio. ¡Ojalá sea Clara! que al fin vino y sin cambiar sus botas italianas -mamá se las regaló- por las zapatillas de trabajo, subió así nomás para ver cómo estabas. Por eso, esperanzado, te asomas a medias por sobre la muralla que tambalea. Te quedas sin aire: La luz del pasillo dibuja el rectángulo de tu puerta abierta. Y en él, una silueta altísima, cuyo contorno se borronea por una túnica traslúcida. Está de pie. Uno de sus brazos extendido llega hasta el marco; en busca de apoyo, parece.
Te zambulles bajo la fortaleza de sábanas y plumas. Por un golpe seco en el piso, sospechas que el guardián invencible, Skéletor, ha caído. Los ruidos en la calle se amplifican, los de tu corazón también.
Cierran la puerta. -¿Aún duerme, mi amado caballero? -Escuchas y estrujas y no sueltas el borde del acolchado. Silencio. Las alas de tu nariz se dilatan en cada esfuerzo para atrapar el aire. Te duele el pecho. Cuánto darías porque aquí, donde estás, fuesen las catacumbas del Castillo de Skéletor. Tu sabrías elegir el pasadizo secreto que te lleve a la salida que da al río por donde huir. -¡Vamos, amado caballero, despierte! ¡Mire el desorden que hay aquí! -El acolchado progresivamente se va alivianando. Transpiran hielo todos tus poros; el aire no pasa.  -Bueno, ya quedó cada cosa en su lugar. Ahora empecemos, otra vez, nuestro juego secreto - Recogen el acolchado desde arriba. A pesar de la resistencia puesta,  tu cara queda al descubierto. Primero te llega el aroma del perfume importado que sabe a mar, a algas marinas secándose al sol, a pescado despanzurrado por gaviotas, a erizos podridos en el roquedal de la playa. Luego ves los ojos, enmarcados por gruesas pestañas larguísimas, celestes. Celeste que según le llega la luz tenue y rojiza del veladorcito se tornasola en violeta, violeta profundo. - Mi bienamado ¿Me entregarás tu tesoro?- No puedes alejar esos ojos y esos labios color mora madura que avanzan sobre tu cara. Ellos hipnotizan; ni un "no" logras balbucear. Hasta la tos, el quejido, se congelan… Ahí decides: Con las fuerzas que te restan, abres la caja de útiles que sigue oculta bajo la almohada, tomas el Cutter nuevo y por debajo de la sábana lo llevas hasta el lugar exacto. Un solo corte es suficiente. El dolor te libera.  Una pegajosa humedad caliente se expande desde tu entrepierna.
Mientras aquella mano de uñas afiladas repta hacia abajo, más allá de tu ombligo, antes de ese grito interminable, para vos, que vas viendo la salida salvadora al río, los ruidos de la calle se vuelven distantes, más distantes, más distantes…
FIN

Rogelio Segundo González nació en 1947. Ha cursado Materias con orientación Literaria en La Facultad de Filosofía Humanidades y Letras. Ha cursado Literatura en La Universidad de Adultos Mayores. Ha participado en Talleres de Literatura dirigidos por los Profesores Magister Clarita González y Ricardo Trombino. Tiene publicada una novela "Calixta y los otros". He sido premiado en algunos concursos de cuentos provinciales y nacionales. Seleccionado en Chile por Microrelato "Enero del 76" con el que TV Nacional de Chile realizó, en el marco  de un concurso Internacional "Chile con mis ojos", un Video emitido posteriormente en el mismo canal.